En varias cárceles especiales, como la que dirigía Duch, se torturaba a los sospechosos para que revelasen los nombres de sus cómplices y luego se les ejecutaba de forma sistemática. Las confesiones extraídas a las víctimas permitían mantener la ficción de las conspiraciones, que debían servir para explicar los fallos económicos y justificar la dictadura, convertida en un fin en sí misma.