El viento era cada vez más potente. Silbaba con fuerza y hacía que los dos mástiles se combaran como cañas de pescar. Las olas se alzaban y, con la sencillez de quien salta un simple leño, pasaban de un lado al otro del barco, agitadas como una banda de facinerosos, y entonces se las llevaba la corriente. En aquellos momentos, las escotillas se convertían en cataratas.