Él no quería ir al médico. No noto nada. No me duele nada. Y entretanto los ganglios linfáticos ya tenían el tamaño de un huevo de gallina. Le metí a la fuerza en un coche y lo llevé a la clínica. Lo mandaron al oncólogo. Un médico lo examinó, llamó a otro. Mira, otro de Chernóbil. Y ya no lo dejaron marchar.