Pushkin, tan aficionado a reír, a medida que yo leía se iba poniendo cada vez más sombrío, y al acabarse la lectura exclamó con desesperación: ¡Dios mío, qué triste es nuestra Rusia! En aquel momento me di cuenta de la importancia que podía tener todo cuanto saliera directamente del alma, y, en general, todo cuanto poseyera una verdad interior.