Mientras regresaba a pie a la ciudad de Shiloh, Priest se sorprendió a sí mismo pensando obsesivamente en el homicidio: en el modo en que la llave inglesa se hundió en la blanda masa encefálica de Mario, en la expresión del rostro del hombre, en la sangre goteando sobre el estribo. Aquello no era bueno. Debía mantenerse tranquilo y alerta.