Con la consagración de Pipino, la Iglesia instituyó el derecho divino de los reyes (versión cristiana de la deificación de los césares pagana), esa pamema que unirá indisolublemente Altar y Trono, o sea clero y aristocracia, a lo largo de los siglos, en la tarea de pastorear (y ordeñar) a los pueblos.