Existe un límite a la fuerza que ni siquiera los más poderosos pueden aplicar sin destruirse a sí mismos. Juzgar este límite es el auténtico arte de gobernar. Usar mal este poder es un pecado fatal. La ley no puede ser un instrumento de venganza, nunca un rehén, no una fortificación contra los mártires que ha creado. Uno no puede amenazar a una individualidad y escapar de las consecuencias.