Acaso no haya nada tan considerable en la historia de los cristianos como Rancé rezando a la luz de las estrellas, apoyado en los acueductos de los césares, a la puerta de las catacumbas: el agua se lanzaba con fragor por encima de las murallas de la Ciudad Eterna, mientras la muerte, abajo, entraba silenciosamente en la tumba.