Aunque entonces tenÃa yo solamente quince años y no podÃa juzgar sobre mi verdadera fuerza, o, por mejor decir, debilidad, me resultaba bien claro que no debÃa envanecerme demasiado por este éxito, ya que mi adversario -un señor anciano y muy simpático- carecÃa de toda ambición de lucha y, lo que era peor, de verdadera clase de ajedrecista.