Para mí no había punto de comparación -el grabador de cinta era una compra mejor-, pero me di cuenta de que el jarrón tenía un valor que sólo percibía ese coleccionista de antigüedades, que tenía sus propios motivos válidos para invertir tanto dinero en un objeto así. En ese momento, supe que, para vender nuestro grabador, tendríamos que identificar la gente y las instituciones factibles de reconocer el valor de nuestro producto.