Imágenes
El narrador de mis libros es el hombre corriente. El grano de arena en la Historia. Aquel a quien nunca se pregunta, ese que desaparece sin dejar rastro, llevándose sus secretos a la tumba. Hablo de aquellos que no tienen voz. Los oigo, los escucho, los comprendo. La calle es para mí un coro, una sinfonía. Es infinitamente triste cómo todo se puede decir, susurrar y gritar en la nada.
Svetlana Alexijevich
Muchos creyeron que el comunismo está muerto, pero es una enfermedad crónica.
A veces me parece oír su voz. Oírle vivo. Ni siquiera las fotografías me producen tanto efecto como la voz. Pero no me llama nunca. Y en sueños, soy yo quien lo llamo.
Para mí ahora el cielo está vivo, cuando lo miro... Ellos están allí...
Ante mis ojos. Vestido de gala, lo metieron en una bolsa de plástico y la ataron. Y, ya en esta bolsa, lo colocaron en el ataúd. También el ataúd, envuelto en otra bolsa. Un celofán transparente, pero grueso, como un mantel. Y ya todo esto lo introdujeron en un féretro de zinc. Apenas lograron meterlo dentro. Sólo quedó el gorro encima.
A veces me pregunto por qué continúo descendiendo a los infiernos. Creo que lo hago para encontrarme con el ser humano.
Las siete. A las siete me comunicaron que estaba en el hospital. Corrí allí, pero el hospital ya estaba acordonado por la milicia; no dejaban pasar a nadie. Sólo entraban las ambulancias. Los milicianos gritaban: los coches están contaminados, no os acerquéis. No sólo yo, todas las mujeres vinieron, todas cuyos maridos estuvieron aquella noche en la central.
La maestra nos dijo un día: Dibujad la radiación. Yo pinté como cae una lluvia amarilla. Y corre un río rojo...
Me da un ataque de histeria: ¿Por qué hay que esconder a mi marido? ¿Quién es? ¿Un asesino? ¿Un criminal? ¿Un preso común? ¿A quién enterramos?. Mamá me dice: Calma, calma, hija mía. Y me acaricia la cabeza, me toma de la mano. El coronel informa por la radio: Solicito permiso para dirigirme al cementerio. A la esposa le ha dado un ataque de histeria...
Él no quería ir al médico. No noto nada. No me duele nada. Y entretanto los ganglios linfáticos ya tenían el tamaño de un huevo de gallina. Le metí a la fuerza en un coche y lo llevé a la clínica. Lo mandaron al oncólogo. Un médico lo examinó, llamó a otro. Mira, otro de Chernóbil. Y ya no lo dejaron marchar.
Tengo un hermano pequeño. Le gusta jugar a Chernóbil. Construye un refugio, cubre de arena el reactor... O se viste de espantapájaros y corre detrás de la gente y los asusta: ¡O-o-o...! ¡Soy la radiación! O-o... ¡Soy la radiación! Aún no había nacido cuando ocurrió aquello.
No vi la explosión. Sólo las llamas. Todo parecía iluminado. El cielo entero. Unas llamas altas. Y hollín. Un calor horroroso. Y él seguía sin regresar.
Tengo doce años y soy una inválida. El cartero trae a nuestra casa dos pensiones, la del abuelo y la mía. Las chicas de la clase, cuando se enteraron que tenía cáncer en la sangre, tenían miedo de sentarse a mi lado... De tocarme... Los médicos han dicho que me he puesto enferma porque mi padre trabajó en Chernóbil. Y yo nací después de aquello. Yo quiero a mi padre...
Nunca he visto a tantos soldados... Los soldados lavaban los árboles, las casas, los tejados... Lavaban las vacas del koljoz... Y yo pensaba: ¡Pobres animales del bosque! Nadie los lava. Se morirán todos. Tampoco el bosque nadie lo lava. Y también se morirá.
Regresó y de nuevo volvió a la fábrica. No contaba nada. Pero yo en la escuela a todos les decía orgulloso que mi papá había vuelto de Chernóbil, que había sido liquidador, que son los que habían ayudado a liquidar el accidente. ¡Unos héroes eran! Y los demás chicos me tenían envidia. Al año mi papá se puso enfermo.
He escrito cinco libros, pero, básicamente, desde hace casi cuarenta años cuento siempre la misma historia.
Ya había muerto, pero seguía caliente, caliente... No se lo podía tocar...
Alguien que ha vivido cuarenta años en un campo de prisioneros no sabe vivir de otra forma y busca siempre algo parecido al campo.