Imágenes
La noche anterior, el cuarto había sido tan irreal como un escenario: un espacio de luz y sombras, colores y aromas de un fulgor inverosímil, en el cual nos habían otorgado la licencia de no ser nosotras mismas, o de ser algo más que nosotras mismas, como los actores.
Sarah Waters
La mala sangre circuló por mis venas, como un vino.
Era como si algo se hubiese interpuesto entra las dos, sin que yo lo supiera: una especie de hilo. Me atraía hacia ella, dondequiera que estuviese. Era como... Es como si la amases, pensé.
Es lo que sé de la crueldad de la paciencia. No hay paciencia más terrible que la paciencia de las trastornadas. He visto a dementes afanarse en tareas interminables: trasvasar arena de una taza perforada a otra, contar las puntadas de un vestido raído o las motas en un rayo de sol, rellenar con las sumas resultantes libros invisibles de contabilidad.
Estoy pensando en las heridas de Rod. Me parece que se está castigando. Está claro que se siente culpable. Quizá esté intentando hacerse daño, casi de un modo inconsciente. Por otro lado, quizá nos esté pidiendo ayuda. Conoce mis aptitudes como médico. Podría ser que se esté lastimando justamente con la esperanza de que yo intervenga y tome una decisión drástica...
El Hall había perdido su ritmo rutinario, y había un consuelo -yo lo había advertido en otros hogares en duelo- en las pequeñas tareas domésticas, realizadas a conciencia.
Yo sabía algo de esa clase de amor. Sabía lo que era desnudar tu corazón palpitante y temer, cuando lo hacías, que los latidos se oyeran demasiado y te delatasen.
La sala contigua estaba muy oscura. Los pocos muebles grandes se arracimaban como bultos, como las cestas con los ladrones dentro en Alí Baba. Pensé en lo triste que sería haber recorrido todo el trayecto desde el barrio hasta Briar para que me asesinasen unos ladrones. ¿Y si uno de ellos resultaba ser alguien conocido, uno de los sobrinos de Ibbs? Ocurren cosas así de raras.
Me alegro de que me llevaras -dije-. Creo que no he pasado una noche tan agradable desde..., no sé. - ¿No lo sabes? - No, porque la mitad de mi placer ha sido verte contenta.
El puente es más alto de lo que me imaginaba. ¡Nunca he estado en un lugar tan alto! Pensarlo me aturde. Toco mi calzado roto. ¿Puede una mujer curarse un pie en un puente público? No lo sé. El tráfico fluye rápido y continuo, como agua rugiente.
Pensábamos en secretos. Auténticos secretos, e insidiosos. Tantos que eran incontables. Cuando ahora trato de dilucidar quién sabía qué y quién no sabía nada, quién lo sabía todo y quién era un farsante, tengo que parar y desistir, porque la cabeza me da vueltas.
Nunca corría riesgos: por eso le iban tan bien las cosas. Todo lo que entraba en nuestra cocina con una apariencia era transformado en algo completamente distinto. Y aunque entraba por la fachada -por la tienda, en Lant Street-, también salía por otro sitio. Salía por la parte trasera.
Estar enamorada no es como tener un canario en una jaula -dijo-. Cuando pierdes a tu novia no sales a buscar otra que la sustituya.
La rareza del artículo se mide por el deseo del corazón que lo busca.
Mi nombre, en aquel entonces, era Susan Trinder. La gente me llamaba Sue. Sé en qué año nací, pero durante muchos años no supe la fecha, y celebraba mi cumpleaños en Navidad. Creo que soy huérfana. Sé que mi madre ha muerto. Pero nunca la vi, no era nadie para mí.
Pero ella, por supuesto, me veía tumbada en la cama; y como dirá cualquiera que haya estado enamorado, es en la cama donde uno sueña; en la cama, a oscuras, cuando nadie ve que se te ponen coloradas las mejillas, aflojas el manto de represión que mantiene tu pasión atenuada a lo largo del día, y la dejas brillar un poco.
La cena era picadillo de cordero y pan con mantequilla; como podrán imaginar, con el hambre que tenía enseguida di buena cuenta del refrigerio. Mientras comía, se oyeron las lentas campanadas del reloj que yo había oído antes, dando las nueve y media.
Dejó caer la pregunta como si no le diera importancia; yo conocía a timadores que hacían lo mismo, lanzaban un chelín auténtico entre una pila de falsos para que todas las monedas pareciesen buenas.
El mundo lo llama placer. Mi tío lo colecciona -lo mantiene limpio y ordenado, en estantes protegidos, pero lo conserva de un modo extraño no para su propio deleite, no, eso nunca; más bien, porque proporciona combustible para la satisfacción de una curiosa lujuria. Me refiero a la concupiscencia del bibliotecario.
Lo peor fue limpiar las arañas de cristal. La semana pasada, la señorita Caroline le hizo limpiar cada maldita lágrima. Disculpe mi lenguaje, doctor. Pero esas arañas habría que echarlas abajo.
Todos los actores se visten en sintonía con su escenario.