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Cuanta más gente encuentro, más feliz soy. Con la criatura más insignificante, uno aprende, se enriquece, saborea mejor su felicidad.
Samuel Beckett
No me gustan los animales. Es una cosa extraña, no me gustan los hombres ni me gustan los animales. En cuanto a Dios, él está empezando a disgustarme.
Estoy tranquilo. Todo duerme. Sin embargo, me levanto y voy a mi despacho. No tengo sueño. Mi lámpara me ilumina nítida y suavemente. La tengo regulada. Durará hasta que se haga de día.
Pero un último esfuerzo, uno más, tal vez sea el último, hay que proceder cada vez como si fuera la última, es el único medio de no retroceder.
En el fondo, si no me sintiera morir, me podría creer ya muerto.
¡Ah, las viejas preguntas, las viejas respuestas, no hay nada como ellas!
Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.
Sé que tengo los ojos abiertos, a causa de las lágrimas que de ellos manan sin cesar.
Pero es inútil insistir sobre este período de mi vida. A fuerza de llamar a esto mi vida terminaré por creérmelo. Es el principio de toda publicidad.
Hubo momentos en que no sólo me olvidé de mí, sino también de lo que soy.
Ella no tenía tiempo que perder, yo no tenía nada que perder, con tal de conocer el amor lo habría hecho con una cabra.
Qué claro y sencillo se vuelve todo, cuando se abren los ojos hacia el interior, a condición desde luego de previamente haberlos asomado afuera, para mejor gozar del contraste.
He ahí al hombre íntegro arremetiendo contra su calzado, cuando el culpable es el pie.
Todos nacemos locos. Algunos siguen siéndolo toda la vida.
Los ojos consumidos por las injusticias se entretienen abyectos en todo aquello por cuanto han rogado durante mucho tiempo, en el último, el verdadero ruego al fin, el que nada pide.
Sí, en mi vida, si se puede llamar así, hay tres cosas: la incapacidad de hablar, la imposibilidad de estar en silencio, y la soledad, que es lo mejor que he hecho.
El sol brilló, al no tener otra alternativa, sobre lo nada nuevo.
Eso que llaman el amor es el exilio, con una postal del país de vez en cuando.
Las lágrimas del mundo son inmutables. Por cada uno que empieza a llorar, en otra parte hay otro que cesa de hacerlo.
Cada palabra es como una innecesaria mancha en el silencio y en la nada.
Nuestro tiempo es tan excitante que a las personas sólo puede chocarnos el aburrimiento.
Hay que pensar en ciertas cosas, cosas que te habitan por dentro, o no, mejor sí, hay que pensar en ellas porque si no pensamos en ellas, corremos el riesgo de encontrarlas, una a una, en la memoria.
Nada es más divertido que la infelicidad, te lo aseguro. Sí, sí, es la cosa más cómica del mundo.
Siempre me ha gustado no dar golpe. Y hubiera descansado también los días laborables de haber podido. No es que fuera decididamente perezoso. Era algo distinto.
Me sentía incómodo, aplastado por todo aquel aire, y perdido en el umbral de perspectivas innombrables y confusas. Pero aún sabía actuar, en aquella época, cuando era absolutamente necesario.
Las palabras es todo lo que tenemos.
Todos nacemos locos. Algunos continúan así siempre.
No existe pasión más poderosa que la pasión de la pereza.
Las lágrimas corren por mis mejillas sin que experimente la necesidad de entornar los ojos. ¿Qué me hace llorar así? De tanto en tanto. No hay nada aquí que pueda entristecer. Tal vez se trate de cerebro licuado. En todo caso, la felicidad pasada se me ha ido completamente de la memoria, si es que alguna vez estuvo presente en ella.
Respirar es un hábito. La vida es un hábito o, mejor dicho, una sucesión de hábitos, ya que un individuo es una sucesión de individuos.
A los perros viejos les llega la hora en que al oír el silbido del dueño que parte al amanecer, con el bastón en la mano, ya no pueden abalanzarse tras él.
Máscara de viejo cuero sucio y peludo, no quería ya decir por favor y gracias y perdón.
¿Qué es lo que sé sobre el destino del hombre? Podría decirte más cosas sobre rábanos.
El mar, el cielo, la montaña, las islas, vinieron a aplastarme en una sístole inmensa, después se apartaron hasta los límites del espacio. Pensé débilmente y sin tristeza en el relato que había intentado articular, relato a imagen de mi vida, quiero decir sin el valor de acabar ni la fuerza de continuar.
Porque no saber nada no es nada, no querer saber nada tampoco, pero lo que es no poder saber nada, saber que no se puede saber nada, este es el estado de la perfecta paz en el alma del negligente pesquisidor.
Nada es más real que nada.
Me interrumpo para señalar que me siento extraordinariamente bien. Quizá sea el delirio.
Yo, que no sé nada, sé que mis ojos están abiertos, porque las lágrimas no dejan de caer.
Siempre me ha sorprendido la escasa finura de mis contemporáneos, a mí, cuya alma se retorcía de la mañana a la noche tan sólo para encontrarse.
Y si alguna vez me callo es que ya no habrá nada que decir, aunque no se haya dicho todo, aunque no se haya dicho nada.