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Heme aquí, ya al final, y todavía no sé qué cara le daré a la muerte.
Rosario Castellanos
Y no podemos escapar viviendo porque la Vida es una de sus máscaras.
Mi sangre se enardece igual que una jauría olfateando la presa y el estrago pero bajo tu voz mi corazón se rinde en palomas devotas y sumidas.
Hombrecito, ¿Qué quieres hacer con tu cabeza? ¿Atar al mundo, al loco, loco y furioso mundo? ¿Castrar al potro Dios? Pero Dios rompe el freno y continúa engendrando magníficas criaturas, seres salvajes cuyos alaridos rompen esta campana de cristal.
No soy de los que exprimen su corazón en un lugar violento. Soy de los que atestiguan la belleza y la muerte de la rosa.
Para el amor no hay tregua, amor. La noche se vuelve, de pronto, respirable.
No es que el poeta busque la soledad, es que la encuentra.
Damos la vida sólo a lo que odiamos.
El que se va se lleva su memoria, su modo de ser río, de ser aire, de ser adiós y nunca.
Heme aquí suspirando como el que ama y se acuerda y está lejos.
Matamos lo que amamos. Lo demás no ha estado vivo nunca.
Éramos el abrazo de amor en que se unían el cielo con la tierra.
Algún día lo sabré. Este cuerpo que ha sido mi albergue, mi prisión, mi hospital, es mi tumba.
No te acerques a mí, hombre que haces el mundo, déjame, no es preciso que me mates. Yo soy de los que mueren solos, de los que mueren de algo peor que vergüenza. Yo muero de mirarte y no entender.
Venturosa ciudad amurallada, ceñida de milagros, descanso en el recinto de este cuerpo que empieza donde termina el mío.
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día.
No son nube ni flor los que enamoran; eres tú, corazón, triste o dichoso.
A veces, tan ligera como un pez en el agua, me muevo entre las cosas feliz y alucinada.