Imágenes
La ciudad es como una casa grande.
Rafael Alberti
Y por desconocida las almas conocidas te mataron. No la mía.
La libertad no la tienen los que no tienen su sed.
Fue cuando comprobé que murallas se quiebran con suspiros y que hay puertas al mar que se abren con palabras.
Dejé por ti todo lo que era mío. Dame tú, Roma, a cambio de mis penas, tanto como dejé para tenerte.
Ciudades sin respuesta, ríos sin habla, cumbres sin ecos, mares mudos.
Alma en pena: el resplandor sin vida, tu derrota.
Ángeles buenos o malos, que no sé, te arrojaron a mi alma.
Yo nunca seré de piedra, lloraré cuando haga falta, gritaré cuando haga falta, reiré cuando haga falta, cantaré cuando haga falta.
Las palabras abren puertas sobre el mar.
Seriamente, en tus ojos era la mar dos niños que me espiaban, temerosos de lazos y palabras duras.
Y el mar fue y le dio un nombre y un apellido el viento y las nubes un cuerpo y un alma el fuego.
Hace falta estar ciego, tener como metidas en los ojos raspaduras de vidrio, cal viva, arena hirviendo, para no ver la luz que salta en nuestros actos, que ilumina por dentro nuestra lengua, nuestra diaria palabra.
Me marché con el puño cerrado... Vuelvo con la mano abierta.
Fue cuando la flor del vino se moría en penumbra y dijeron que el mar la salvaría del sueño.
Cuando tú, al mirarme en la nada, inventaste la primera palabra. Entonces, nuestro encuentro.
Si mi voz muriera en tierra, llevadla al nivel del mar y dejadla en la ribera.
Ya sabéis que mi boca es un pozo de nombres de números y letras difuntos.
Tiemblos de farolillos de verbena y músicas de los quioscos y encendidos árboles remontaban y súbitos diluvios de cometas veloces que vertían en sus ojos fugaces resplandores. Fue la más bella edad del corazón.
Pero tú, despertando, me hundiste en tus ojos.
La vida es como un limón, que te tiren a la mar exprimido y seco.
Yo te arrojé de mi cuerpo, yo, con un carbón ardiendo. Vete.
Hay puertas al mar que se abren con palabras.
Dentro del pecho se abren corredores anchos, largos, que sorben todos los mares.
Nunca escribió su sombra la figura de un hombre.
Yo no quiero morir en tierra: me da un pánico terrible. A mí, que me encanta volar en avión y ver pasar las nubes, me gustaría que un día el aparato en el que viajo se perdiera y no volviera. Y que me hicieran un epitafio los ángeles. O el viento.
Tú no te irás, mi amor, y si te fueras, aún yéndote, mi amor, jamás te irías.
A través de los siglos, por la nada del mundo, yo, sin sueño, buscándote.