Imágenes
Regresa pronto a mí sin ti, me asalta el miedo, nunca antes como ahora tan profunda yo te sentí. Todo cuanto yo quiero lo veo en realidad.
Ósip Mandelshtam
Cuando un niño comienza a sonreír, con una pequeña bifurcación de amargor y dulzura, las orillas de su sonrisa desembocan sin burlas en la anarquía del océano. Se siente mejor que nadie: juega a la gloria con los ángulos de la boca y ya cose la sutura irisada al conocimiento infinito de la realidad.
El oído afinado dirige la vela sensitiva... El sonido sordo y cauteloso del fruto... En el corazón del siglo soy un ser confuso...
Mi tiempo aún no tiene límites: yo acompañé el éxtasis del mundo, como la música en sordina del órgano acompaña una voz de mujer.
No compares: lo que vive no es comparable. Con suave temor acepté la igualdad de las llanuras y el círculo del sol me hirió.
Quizás es un signo de locura, quizás es tu conciencia el nudo de la vida, en el cual nos reconocen y lanzan a la existencia...
En la miseria de la memoria reconoces por primera vez a los ciegos, llenos de agua cobriza, por sus magulladuras y sigues sus huellas, tú, desconocido y desamado por ti, ciego y lazarillo al tiempo...
Me asombra el mundo cada vez más, y los niños y la nieve me asombran; pero la sonrisa es verdadera, como el camino, ni dócil, ni servil.
En el corazón del siglo soy un ser confuso y el tiempo aleja cada vez más el objetivo y el fresno cansado del bordón y el miserable verdín del cobre.
Que este aire sea testigo de su corazón de largo alcance, y en las trincheras, un omnívoro y activo océano sin ventana es la materia... ¿De qué sirven estas estrellas delatoras? Todo deben contemplar ¿Para qué? En la reprobación del juez y del testigo, en un océano sin ventana, está la materia.
Yo soy tan pobre como la naturaleza y tan simple como el firmamento, y mi libertad es tan quimérica como el canto de los pájaros nocturnos.
Tu pupila en la corteza celeste, gira a lo lejos y a ras de suelo, la defienden los lapsus de las débiles, previsoras pestañas.
Yo estoy mortalmente cansado de la vida, no admito nada de ella, pero aún así amo esta pobretierra porque no conozco otra.
Vivimos sin sentir el país a nuestros pies, nuestras palabras no se escuchan a diez pasos.
Tu rostro es lo más tierno entre lo tierno, tu mano es lo más blanco entre lo blanco, estás lejos de todo mundo y todo es inevitablemente tuyo.
Y el maestro del taller de los cañones, el artesano de los monumentos de la fragua, me dice: no es nada, padre, ya te haremos uno así...