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No me pregunten quién soy, ni me pidan que siga siendo el mismo.
Michel Foucault
Las relaciones de poder múltiples atraviesan, caracterizan, constituyen el cuerpo social; y estas no pueden disociarse, ni establecerse, ni funcionar sin una producción, una acumulación, una circulación, un funcionamiento del discurso.
La doctrina vincula los individuos a ciertos tipos de enunciación y como consecuencia les prohíbe cualquier otro; pero se sirve, en reciprocidad, de ciertos tipos de enunciación para vincular a los individuos entre ellos, y diferenciarlos por ello mismo de los otros restantes.
La noción de discontinuidad ocupa un lugar mayor en las disciplinas históricas.
No existe relación de poder sin constitución correlativa de un campo de saber, ni de saber que no suponga y no constituya al mismo tiempo unas relaciones de poder.
La verdad no pertenece al orden del poder y en cambio posee un parentesco originario con la libertad: otros tantos temas tradicionales en la filosofía, a los que una historia política de la verdad debería dar vuelta mostrando que la verdad no es libre por naturaleza, ni siervo el error, sino que su producción está toda entera atravesada por relaciones de poder. La confesión es un ejemplo.
Las cosas y las palabras van a separarse. El ojo será destinado a ver y sólo a ver; la oreja sólo a oír. El discurso tendrá desde luego como tarea el decir lo que es, pero no será más que lo que dice.
La vieja relación al texto, por medio de la cual el Renacimiento definía la erudición, se transforma ahora: en la época clásica se convierte en la relación con el puro elemento del idioma.
Para que el Estado funcione como funciona es necesario que haya del hombre a la mujer o del adulto al niño relaciones de dominación bien específicas que tienen su configuración propia y su relativa autonomía.
Hay que ser un héroe para enfrentarse con la moralidad de la época.
Entre cada punto del cuerpo social, entre un hombre y una mujer, en una familia, entre un maestro y su alumno, entre el que sabe y el que no sabe, pasan relaciones de poder que no son la proyección pura y simple del gran poder del soberano sobre los individuos; son más bien el suelo movedizo y concreto sobre el que ese poder se incardina, las condiciones de posibilidad de su funcionamiento.
Entre las marcas y las palabras no existe la diferencia de la observación y la autoridad aceptada, o de lo verificable y la tradición. Por doquier existe un mismo juego, el del signo y lo similar y por ello la naturaleza y el verbo pueden entrecruzarse infinitamente, formando, para quien sabe leer, un gran texto único.
Todo saber analítico está, pues, invenciblemente ligado a una práctica, a esta estrangulación de la relación entre dos individuos, en la que uno escucha el lenguaje del otro, liberando así su deseo del objeto que ha perdido (haciéndole entender que lo ha perdido) y liberándolo de la vecindad siempre repetida de la muerte (haciéndole entender que un día morirá).
El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento.
Lo propio del saber no es ni ver ni demostrar, sino interpretar.
Tradicionalmente, el poder es lo que se ve, lo que se muestra, lo que se manifiesta, y, de manera paradójica, encuentra el principio de su fuerza en el movimiento por el cual la despliega.
Sería hipócrita o ingenuo creer que la ley se ha hecho para todo el mundo en nombre de todo el mundo.
La doctrina efectúa una doble sumisión: la de los sujetos que hablan a los discursos, y la de los discursos al grupo, cuando menos virtual, de los individuos que hablan.
La de discontinuidad es una noción paradójica, ya que es a la vez instrumento y objeto de investigación.
Bajo el manto de un lenguaje depurado de manera que el sexo ya no pueda ser nombrado directamente, ese mismo sexo es tomado a su cargo (y acosado) por un discurso que pretende no dejarle ni oscuridad ni respiro.
El lenguaje es, como saben, el murmullo de todo lo que se pronuncia, y es al mismo tiempo ese sistema transparente que hace que, cuando hablamos, se nos comprenda; en pocas palabras, el lenguaje es a la vez todo el hecho de las hablas acumuladas en la historia y además el sistema mismo de la lengua.
La homosexualidad apareció como una de las figuras de la sexualidad cuando fue rebajada de la práctica de la sodomía a una suerte de androginia interior, de hermafroditismo del alma. El sodomita era un relapso, el homosexual es ahora una especie.
En nuestros días, la historia es lo que transforma los documentos en monumentos; allí donde se trataba de reconocer por su vaciado lo que había sido, despliega una masa de elementos que hay que aislar, agrupar, hacer pertinentes, disponer en relaciones, constituir en conjuntos.
El comentario conjura el azar del discurso al tenerlo en cuenta: permite decir otra cosa aparte del texto mismo, pero con la condición de que sea ese mismo texto el que se diga, y en cierta forma, el que se realice.
En todos los tiempos, y probablemente en todas las culturas, la sexualidad ha sido integrada a un sistema de coacción; pero sólo en la nuestra, y desde fecha relativamente reciente, ha sido repartida de manera así de rigurosa entre la Razón y la Sinrazón, y, bien pronto, por vía de consecuencia y de degradación, entre la salud y la enfermedad, entre lo normal y lo anormal.
El sistema de signaturas invierte la relación de lo visible con lo invisible. La semejanza era la forma invisible de lo que, en el fondo del mundo, hacía que las cosas fueran visibles; sin embargo, para que esta forma salga a su vez a la luz, es necesaria una figura visible que la saque de su profunda invisibilidad.
En cuanto al poder disciplinario, se ejerce haciéndose invisible; en cambio impone a aquellos a quienes somete un principio de visibilidad obligatorio.
El autor es quien da al inquietante lenguaje de la ficción sus unidades, sus nudos de coherencia, su inserción en lo real.
El momento en que se percibe que era según la economía de poder, más eficaz y más rentable vigilar que castigar. Este momento corresponde a la formación, a la vez rápida y lenta, de un nuevo tipo de ejercicio del poder en el siglo XVIII y a comienzos del XIX.
La homosexualidad, a la que el Renacimiento había dado libertad de expresión, en adelante entrará en el silencio, y pasará al lado de la prohibición, heredando viejas condenaciones de una sodomía en adelante desacralizada.
Lo importante es que el sexo no haya sido únicamente una cuestión de sensación y de placer, de ley o de interdicción, sino también de verdad y de falsedad, que la verdad del sexo haya llegado a ser algo esencial, útil o peligroso, precioso o temible; en suma, que el sexo haya sido constituido como una apuesta en el juego de la verdad.
La historia del pensamiento, de los conocimientos, de la filosofía, de la literatura parece multiplicar las rupturas y buscar todos los erizamientos de la discontinuidad; mientras que la historia propiamente dicha, la historia a secas, parece borrar, en provecho de las estructuras más firmes, la irrupción de los acontecimientos.
Todo el pensamiento moderno es permeado por la idea de pensar lo imposible.
No se ha sustituido el alma, ilusión de los teólogos, por un hombre real, objeto de saber, de reflexión filosófica o de intervención técnica.
Hacen falta mapas estratégicos, mapas de combate, porque estamos en guerra permanente, y la paz es, en ese sentido, la peor de las batallas, la más solapada y la más mezquina.
El saber es el único espacio de libertad del ser.
Desde hace dos décadas vivo en estado de pasión con una persona; es algo que está más allá del amor, de la razón, de todo; sólo puedo llamarlo pasión.
El cuerpo interrogado en el suplicio es a la vez el punto de aplicación del castigo y el lugar de obtención de la verdad. Y de la misma manera que la presunción es solidariamente un elemento de investigación y un fragmento de culpabilidad, por su parte el sufrimiento reglamentado del tormento es a la vez una medida para castigar y un acto de información.
Cuando la confesión no es espontánea ni impuesta por algún imperativo interior, se la arranca; se la descubre en el alma o se la arranca al cuerpo.
Es feo ser digno de castigo, pero poco glorioso castigar.