Imágenes
Hay un arte, un paisaje a veces amable, a veces torvo, donde ascenso y descenso son accesorios de la materia limpia.
José Barroeta
De qué susto están hechos mis latidos en los momentos en que se escucha un gallo misterioso y el cielo es un azul de lactancia que conmueve.
Hago el amor bajo la sombra de escorpión. Cuando las voces del abismo callan una miseria imperfecta sube por el cuerpo me azota. Las palabras del poema quiebran.
Hay un arte de anochecer. De la entrada del cuerpo al alma, de la niebla a la redondez y del círculo al cielo.
El poema sirve de guarida a mis escombros de espejo perverso de transparencia de sueños dibujados con debilidad por el alfabeto hostil.
Caía sobre mí mismo y amaba mis fracasos. Sentía el placer de ser otro que escribe un poema sin principio ni fin alerta por si viene la muerte y revienta mi pobre y útil reino del cuerpo.
No han llegado palabras sino actos al poema. ¿Cómo hago yo: recojo lenguaje o actos, los combino?
Una palabra nos encierra. El viento pule en ella. El fuego. El mar también.
Toda mirada era un festejo de sol, de estar de abismo iluminado.
Me cuesta bajar el poema del aire, allí donde me hundo con el plumaje vertical de las palabras. Rozando el infierno y el invierno el poema es un dios de pies ligeros apaleado por las estrellas.
Comienzo la creación en un instante del poema separo tinieblas. Me creo a mí mismo.
Sobre la palabra que gira alrededor del sol las cosas tambalean, oscurecen o tornan en destello el cuerpo.
Era un poeta de la luz. Pasaba las horas mirando una copa de árbol, un río, un rostro, una calle y sentía el placer imborrable de quien sueña con un hombre y una mujer y amanece en la vida.