Imágenes
¡Cielos! -me decía-, ¿Es posible que esos dos seres tan amables y amantes no sean más que dos duendes, acostumbrados a encarnarse en toda suerte de formas para burlar a los mortales? ¿Es posible que no sean más que dos brujas o, cosa más execrable aún, dos vampiros a quienes les está permitido animar los cuerpos odiosos de los ahorcados del valle?
Jan Potocki
Representaos a un hombre cuyo cuerpo y alma estaban igualmente relajados por la voluptuosidad, y a quien amenazan los horrores de un suplicio cruelmente prolongado. Creí ya sentir los dolores de la tortura, y los cabellos se me erizaron; el estremecimiento del terror recorrió mis miembros; no obedecieron ya a mi voluntad, sino a súbitos impulsos convulsivos...
Los fuegos eternos de esa morada brillaron con nuevo resplandor, y los demonios aumentaron los suplicios de los condenados para mejor gozar con sus aullidos.
En el camino me puse a reflexionar sobre las máximas que acababa de oír, no concibiendo para las virtudes una base más sólida que el pundonor, el cual, a mi juicio, las abarcaba todas.
Quise ponerme de pie, pero estaba retenido en mi sitio, y en la imposibilidad de hacer ningún movimiento. Un frío glacial traspasó mis miembros; sentí el escalofrío de la fiebre: mis visiones se convirtieron en ensueños, y por último quedé dormido.
Reinaba entonces en el ejército español un pundonor llevado hasta la más excesiva delicadeza y mi padre exageraba aún este exceso, cosa de que no puedo culparlo, pues el honor es, ciertamente, el alma y la vida de un militar.
Al mismo tiempo, me apretó el brazo, y lo sentí quemarse hasta el hueso. Entonces me desvanecí. No sé por cuánto tiempo permanecí en aquel estado. Por fin me desperté y oí que salmodiaban cerca de mí. Abrí los ojos y vi que estaba en medio de vastas ruinas.
Imágenes de suplicios se sucedían las unas a las otras. Quedé espantado. Haciendo un esfuerzo logré incorporarme. ¿Cómo encontrar palabras para expresar el horror que se apoderó de mí? Estaba acostado bajo la horca de Los Hermanos, y los cadáveres de los dos hermanos de Soto no colgaban de la horca, sino que yacían a mi lado.
En efecto, la dama que debía conducirme era, como ya lo dije, de una belleza perfecta y de un aspecto tan arrogante que al principio la tomé por la princesa misma.
En seguida vi aparecer al profeta Elías, llevando de la mano a dos beldades cuyos atractivos no podrían concebir los mortales. Eran sus encantos tan delicados que transparentaban sus almas, y uno percibía distintamente el fuego de las pasiones cuando resbalaba por sus venas y se mezclaba a su sangre.
Quise gritar, pero no pude proferir ningún sonido. Esto duró algún tiempo. Por fin un reloj dio las doce, e inmediatamente vi entrar a un demonio con cuernos de fuego y una gran cola inflamada llevada por algunos diablillos que lo seguían. Ese demonio tenía un libro en una mano y una horquilla en la otra.
El espectáculo era tanto más repulsivo cuanto que los horribles cadáveres, agitados por el viento, se balanceaban de manera fantástica, mientras buitres atroces los tironeaban para arrancarles jirones de carne; apartando los ojos con espanto, me hundí en el camino de las montañas.
Me acosté, pero no pude dormir: dos pasiones, el amor y el odio, me mantenían despierto.
Sea cual fuere el dolor del desgraciado asesino, éste sintió en aquel momento que las lágrimas lo habían aliviado.