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Este hombre es un ser humano lo mismo que yo: tiene tantos motivos para tener miedo de mí, como yo para tener miedo de él.
Herman Melville
La verdad no tiene confines.
No tengo objeciones contra la religión de nadie, sea cual sea, mientras esa persona no mate ni insulte a ninguna otra persona porque ésta no cree también lo mismo.
Había sido trasbordado en los Canales Ingleses e Irlandeses de un buque mercante inglés con destino a la patria a un buque de guerra de setenta y cuatro cañones, el Bellipotent, barco de Su Majestad, rumbo a alta mar.
Yo podía dar una limosna a su cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma.
Sin rastros de ese gusto literario que atiende menos al asunto que a los medios, sus predilecciones se orientaban hacia aquellos libros hacia los que cualquier mente sana y superior, ocupada en algún cargo activo y de autoridad en el mundo, tiende naturalmente a inclinarse: libros que trataban de hombres y hechos reales, cualquiera fuese la época.
La rebelión fue, no obstante, finalmente sofocada, pero esto quizás sólo fue posible gracias a la incondicional lealtad de los infantes de marina y a la reasunción voluntaria de esa lealtad de parte de sectores influyentes de la tripulación.
Es mejor fallar en la originalidad que triunfar en la imitación.
Nuestro barco se había rendido a toda especie de juergas y perversiones. No se interpuso la más tenue barrera entre las profanas pasiones de la tripulación y el ilimitado placer de ellas.
Se quedó como siempre, enclavado en mi oficina. ¡Qué! Si eso fuera posible se reafirmó más aún que antes. ¿Qué hacer? Si no hacía nada en la oficina: ¿Por qué se iba a quedar? De hecho, era una carga, no sólo inútil, sino gravosa. Sin embargo, le tenía lástima.
Yo la perseguiré al otro lado del cabo de Buena Esperanza, y del cabo de Hornos y del Maelstron noruego, y de las llamas de la condenación. Para esto os habéis embarcado, hombres, para perseguir a esta ballena blanca por los dos lados de la costa y por todos los lados de la tierra, hasta que eche un chorro de sangre negra.
Llamadme Ismael. Años atrás -no importa cuánto hace exactamente-, con poco o ningún dinero en mi bolsillo y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que podría navegar por algún tiempo y visitar la parte acuática del mundo.
No está en ningún mapa. Los lugares verdaderos nunca lo están.
Todos los objetos visibles, hombre, son solamente máscaras de cartón piedra. Pero en cada acontecimiento (en el acto vivo, en lo que se hace sin dudar) alguna cosa desconocida, pero que sigue razonando, hace salir las formas de sus rasgos por detrás de la máscara que no razona.
Cuarenta años después de una batalla, es muy fácil para un no combatiente razonar acerca de cómo debería haberse peleado. Es muy distinto dirigir personalmente la acción bajo el fuego, mientras se está envuelto en su oscuro humo.
¿Habéis visto a la ballena blanca? - ¿Qué ballena? -La ballena blanca... Un cachalote... Moby Dick, ¿Le habéis visto? -Nunca he oído hablar de tal ballena. ¡Cachalot Blanche! ¡Ballena blanca!.. No. -Muy bien, entonces; adiós por ahora, y volveré a veros dentro de un momento.
La futura estela del animal a través de la tiniebla está casi tan establecida para la sagaz mente del cazador como la costa para el piloto. De modo que era esta prodigiosa habilidad del cazador, la proverbial fugacidad de una cosa escrita en el agua, una estela, es tan de fiar, a todos los efectos deseados, como la tierra firme.
Sólo cuando un hombre ha sido vencido puede descubrirse su verdadera grandeza.
Pero parecía solo, absolutamente solo en el universo. Algo como un despojo en mitad del océano Atlántico.
Las montañas y el interior presentan a la vista sólo parajes aislados y silenciosos, desprovistos de rugidos de animales de presa y animados por escasas muestras de pequeños seres.
Este capitán era uno de esos valiosos mortales que se encuentran en todo tipo de profesiones, aun en las más humildes; esa clase de persona a la cual todo el mundo está de acuerdo en llamar un hombre respetable.
Existe algunos momentos y ocasiones extrañas en este complejo y difícil asunto que llamamos vida, en que el hombre toma el universo entero por una broma pesada, aunque no pueda ver en ella gracia alguna y esté totalmente persuadido de que la broma corre a expensas suya.
En realidad, él era uno de esos lobos de mar a quienes las penalidades y peligros de la vida naval, en esa época de prolongadas guerras, nunca le habían estropeado el instinto natural para el goce de los sentidos.
Pero aunque el mundo desdeña a los balleneros, sin embargo, y sin tener conciencia de ello, nos rinden el más encendido homenaje. Pues casi todos los cirios, lámparas y bujías que arden en los confines del globo lo hacen, para gloria nuestra, con aceite de ballena.