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No hay nada que hacer entonces. Ya que él no quiere dejarme, yo tendré que dejarlo. Mudaré mi oficina; me mudaré a otra parte, y le notificaré que si lo encuentro en mi nuevo domicilio procederé contra él como contra un vulgar intruso.
Herman Melville
No ve el cielo negro y el mar encolerizado, no nota las tablas agitadas, y bien poco escucha ni atiende al lejano rumor de la poderosa ballena, que ya, con la boca abierta, surca el mar persiguiéndole.
En medio de lo impersonal personificado, aquí hay una personalidad. Aunque sólo un punto, como máximo: de donde quiera que haya venido; a donde quiera que vaya; pero mientras vivo terrenalmente, esa personalidad, como una reina, vive en mí, y siente sus reales derechos.
Cuando se declara la guerra ¿Se nos consulta previamente a nosotros, los combatientes encargados de ella? Luchamos cumpliendo órdenes. Si nuestro juicio aprueba la guerra, es mera coincidencia.
Por alguna curiosa fatalidad, así como se nota a menudo de los filibusteros de ciudad que siempre acampan en torno a los palacios de justicia, igualmente, caballeros, los pecadores suelen abundar en las cercanías más sagradas.
En aquel mar del Japón, los días de verano son maravillosos. El cielo parece de laca, no hay nubes y el sol brilla de tal manera que el sextante de Acab tenía vidrios de colores para poder mirarlo.
Si bien lo miran, no hay nadie que no experimente, en alguna ocasión u otra, y en más o menos grado, sentimientos análogos a los míos respecto del océano.
La verdad contada de modo inflexible tendrá siempre sus lados escabrosos.
Aunque en muchos de sus aspectos este mundo visible parece formado en amor, las esferas invisibles se formaron en terror.
¿Hemos de seguir persiguiendo a ese pez asesino hasta que hunda al último hombre? ¿Nos ha de arrastrar al fondo del mar?
Yo no sé todo lo que podrá pasar, pero, sea lo que quiera, iré a ello riendo.
No hay locura de los animales de este mundo que no quede infinitamente superada por la locura de los hombres.
¡Pobre barco! Su propia apariencia refleja sus deseos; ¡En qué deplorables condiciones se encuentra!
La superstición prueba que, por ignorante que sea, el hombre siente en él un alma inmortal que aspira a lo desconocido de la vida futura.
Existen empresas en las cuales el verdadero método lo constituyen un cierto y cuidadoso desorden.
El viejo está empeñado en perseguir a esa ballena blanca, y este diablo trata de enredarle y hacer que le dé a cambio su reloj de plata, o su alma, o algo parecido, y entonces él le entregará a Moby Dick.
La locura humana es a menudo una cosa astuta y felina. Cuando se piensa que ha huido, quizá no ha hecho sino transfigurarse en alguna forma silenciosa y más sutil.
No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen.
Ah tú, claro espíritu, de tu fuego me hiciste, y, como auténtico hijo del fuego, te lo devuelvo en mi aliento.
No era que Bílly fuese incapaz de comprender lo que realmente era la muerte, no; sino que carecía completamente de ese miedo irracional, miedo que prevalece en mayor medida en las comunidades altamente civilizadas que en aquellas llamadas bárbaras, las que en todos los sentidos se mantienen más cercanas a la verdadera naturaleza.
Nuestras almas son como esos huérfanos cuyas madres solteras murieron al parirles: el secreto de nuestra paternidad yace en su tumba, y tenemos que ir a ella para saberlo.
Cuanto mayor es la bruma, tanto más pone en peligro al buque, y se acelera la marcha aun con el riesgo de embestir a alguien. Poco imaginan los bien abrigados jugadores de cartas en la cabina, las responsabilidades del hombre insomne en el puente de mando.
Sea de día o de noche, dormido o despierto, tengo costumbre de mantener siempre cerrados los ojos, para concentrar más el deleite de estar en la cama. Porque ningún hombre puede sentir bien su propia identidad si no es con los ojos cerrados.
Pero estas reflexiones rara vez ocuparon mi mente; me abandonaba al paso de las horas y, si alguna vez me embargaban pensamientos desagradables, los desechaba rápidamente. Cuando admiraba el verde recinto en que me hallaba prisionero, me inclinaba a pensar que estaba en un valle de ensueños y que más allá de las montañas sólo había un mundo de ansiedad y preocupaciones.
Tenía un escritorio particular, pero no lo usaba mucho. Pasé revista a su cajón una vez: contenía un conjunto de cáscaras de muchas clases de nueces. Para este perspicaz estudiante, toda la noble ciencia del derecho cabía en una cáscara de nuez.
Era un barco pequeño más bien y con aspecto descuidado, todo él lleno de dibujos y relieves grotescos, que el capitán Peleg había mandado durante muchos años. Parecía un trofeo ambulante.
¡Ah, qué valientemente trato de arrancar de los corazones de los demás lo que se ha prendido tan fuerte en el mío!
En busca de la ballena habíamos estado navegando por el Ecuador a unos veinte grados al oeste de las Galápagos; y toda nuestra faena, después de determinado nuestro derrotero, fue ajustar las vergas y mantenernos a favor del viento: el buen barco y la constante brisa harían el resto.
Permítanos hablar, aunque mostremos todos nuestros defectos y debilidades: porque ser consciente de ello y no esconderlo es una señal de fortaleza.
Debo decir que, según la costumbre de muchos hombres de ley con oficinas en edificios densamente habitados, la puerta tenía varias llaves.
Pero un verdadero oficial militar es, en cierto sentido, como un monje. Este no cumplirá sus votos de obediencia monástica con más abnegación que aquél sus votos de lealtad al deber militar.
Era un barco de antigua escuela, más bien pequeño si acaso, todo él con un anticuado aire de patas de garra. Curtido y atezado por el clima, entre los ciclones y las calmas de los cuatro océanos...
¿Quién en el arco iris puede trazar la línea donde termina el violeta y comienza el anaranjado? Vemos claramente la diferencia de colores, pero ¿Dónde, exactamente, se confunde el primero con el segundo? Lo mismo sucede con la salud mental y la locura.
Sus detractores afirman que es necesario plantar allí las malas hierbas, que no nacen espontáneamente; que importan del Canadá los cardos silvestres, y que tienen que mandar buscar al otro lado del mar un tarugo para tapar una grieta a un barril. Todas éstas y más extravagancias solo muestran una cosa: Nantucket, definitivamente no es Illinois.
Los buitres del mar, en la piadosa mañana, y los tiburones, todos de riguroso negro. En vida, pocos de ellos habrían ayudado a la ballena si por ventura ésta los hubiera necesitado, pero al banquete de su funeral acuden todos.
No está marcada en ningún mapa: los sitios de verdad no lo están nunca.
Ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe.
Hablan de la dignidad del trabajo. Bah. La dignidad está en el ocio.
Pero la guerra es dolor, y el odio es sufrimiento.
Sabía que nuestro respetable capitán, que sentía una preocupación tan paternal por el bienestar de su tripulación, no aceptarla gustosamente que uno de sus mejores hombres enfrentase los peligros de un viaje entre los nativos de una isla salvaje.