Imágenes
¿Qué pueden nuestras manos diestra y siniestra contra esta madurez de la muerte en zafra de tormentas? Si hay un reloj menudo que nos roe, burbuja con las patas de abeja y una fugaz respiración de hormiga, el corazón de almendra, cada vez más enfermo de altura eterna.
Gonzalo Escudero
La cerveza es un amanecer en los párpados.
La noche suena como un órgano. Mis manos incandescen. He apretado los troncos de los árboles. Estrangulé los torsos de las mujeres y rompí la tierra como un vientre. ¡Hoy, hoy! ¡Trueno, sorbo de Dios! Mis brazos se agigantan como trombas oceánicas. Y estoy solo ante mi eternidad, como los dólmenes.
Estoy así mejor. Con las dos manos diáfanas para encender la lámpara en la noche, cuando tú vuelvas.
Cuando he escrito poesía y aquello me aconteció desde mi remota infancia, con frecuencia olvidé, sin saberlo, a la razón lógica en el desván de las cosas inútiles y me entregué al estremecido oleaje de la palabra, tan sólo seducido por la sorpresa del hallazgo o deslumbrado por el destello de la invención.
Atrás de mí hay un grito. Después de mí hay un grito. Geometría blanca de la angustia.
Este durar en el aire, este finar en la tierra, la pubertad de los ángeles, la vejez de las estrellas, la fábula de las nubes, la rondalla de la arena, iguales y desiguales, ¿Qué son si no son apenas presagios de eternidades y memorias de presencias?
Capitán, Capitán, escúchame. El único océano está en nosotros.
¡América, tierra negra con alas!
Inutilidad de los espejos, si tus uñas revierten imágenes de hielo, donde se apaga el sol de media noche hasta la aurora boreal de tu cuerpo.
Tú, sólo Tú, apenas Tú en los desvaneceres últimos de la llama de este candil de barro. Río de miel dorada para ahogarme, Tú eres hecha para morderte de amor como un cigarro.
Mas nunca pude saber, a pesar de la lupa de aumento con que miraba y examinaba el poema acabado, qué brújula infatigable me había conducido en esta pequeña y grande odisea.
Dadme la espuma de los ojos claros, la nieve de los pechos altaneros que mi canción tendré para embriagaros y la noche de miel para venteros.
Te he desnudado como se desnuda a una llama de alcohol entre los dedos de una pluma, sin más itinerario que tu sollozo.
Mi capricho es el humo, la mujer y el bostezo.
El rondador, el rondador es el viento la raza la distancia la desgarradura de la cordillera el zodíaco del sol ebrio.
Sobre tu espalda eléctrica eché mis dados: ¡Ases! Ases de tu sonrisa de azufre y tus descalzos pies sobre la caldera de la noche. Fugaces clavos titiriteros de tus pezones falsos.
Nací galeote para la tempestad mía en mi océano. Sin más remos que tus brazos y más grillete que tu recuerdo.
Creeré en ti. Serás una luz clara en el barco de papel de mi espíritu.
¿En cuántas Groenlandias se congelaron nuestros deseos?
La noche pasa a través del tiempo como un calambre en el vientre de una mujer parturienta.
La eternidad apenas es el ocio de jugar a los astros, de fumar nubes y de ignorarnos.
Contemplando mi obra desde mi actual perspectiva, puedo afirmar con cierto escepticismo melancólico que toda poesía es un perpetuo recomienzo de algo que no nunca está ni acabado ni saciado.
¡Hombre de América! Hombre torrente y cataclismo, con una mordedura de llamas en el pecho. ¡Naciste de una piedra que rodaba al abismo y eres un ventisquero con dos garras de helecho!