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En general, el cristianismo es sobre todo admirable por haber convertido al hombre físico en hombre moral. Todos los grandes principios de Roma y de Grecia, la igualdad, la libertad, se encuentran en nuestra religión, pero aplicados al alma y al genio y considerados bajo sublimes relaciones.
François-René de Chateaubriand
No se debe usar el desprecio sino con gran economía, debido al gran número de necesitados.
Los hombres serán siempre lo que quieran las mujeres.
La muerte es más dura asumirla que padecerla.
El amor se goza en la abnegación y el sacrificio.
La verdad política, cualesquiera que sean sus formas, no es más que el orden y la libertad.
Dios se sirve regularmente del infortunio como de un estribo para levantarnos.
Basta con aguantar en la vida para que los ilegítimos queden legitimados. Se siente una infinita estima por la inmoralidad, porque no ha dejado de serlo y el tiempo la ha condecorado con arrugas.
Los pequeños Maquiavelos de estos tiempos se imaginan que todo va a las mil maravillas en una sociedad cuando el pueblo tiene pan y paga los impuestos.
La verdadera filosofía es la independencia del espíritu humano.
Si la política no es una religión, no es nada.
El hombre que comprendiese a Dios sería otro Dios.
Tomado colectivamente, el pueblo es un poeta: autor y actor se inflaman con la obra que se representa o que le hacen representar, sus mismos excesos no son tanto instinto de una crueldad nativa cuanto delirio de una multitud embriagada de espectáculos, sobre todo cuando son trágicos: cosa tan cierta que, en los horrores populares, siempre hay algo superfluo añadido al cuadro y a la emoción.
El escritor original no es aquél que no imita a nadie, sino aquél a quien nadie puede imitar.
Una multitud es como un vasto desierto de hombres.
Acaso no haya nada tan considerable en la historia de los cristianos como Rancé rezando a la luz de las estrellas, apoyado en los acueductos de los césares, a la puerta de las catacumbas: el agua se lanzaba con fragor por encima de las murallas de la Ciudad Eterna, mientras la muerte, abajo, entraba silenciosamente en la tumba.
La censura ha perdido a todos aquelllos a quien quiso servir.
Nuestras ilusiones no tienen límites; probamos mil veces la amargura del cáliz y, sin embargo, volvemos a arrimar nuestros labios a su borde.