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Como mortales que somos, tenemos temor de todo, y como si fuéramos inmortales, todo lo deseamos.
François de La Rochefoucauld
El orgullo es igual en todos los hombres, sólo varían los medios y la manera de manifestarlo.
El secreto para hacerse agradable en las conversaciones es no explicar demasiado las cosas; decirlas a medias, dejando algo para que lo adivinen los demás, es una señal de la buena opinión en que se los tiene, y no hay cosa que más halague su amor propio.
Se encuentran medios para sanar la locura, pero no se encuentran para enderezar una mente retorcida.
Más que un dolor para el mal que hemos causado, nuestro arrepentimiento es un temor del mal que nos pueda suceder.
La tranquilidad o la turbación de nuestro temperamento depende, no tanto de los sucesos extraordinarios que nos sobrevienen en la vida, cuanto de la buena o mala organización de los pequeños acontecimientos cotidianos.
El egoísmo es el mayor de los embaucadores.
Las más violentas pasiones nos dan a veces alguna tregua; la vanidad nunca.
Si ofrecemos resistencia a nuestras pasiones, esto se debe más a su debilidad que a nuestra fortaleza.
La naturaleza es la que crea el mérito, y la fortuna es quien lo hace activo.
La verdadera elocuencia consiste en no decir más de lo que es preciso.
Para llegar un hombre a ser grande ha de saber aprovecharse de su buena suerte.
Establecemos reglas para los demás y excepciones para nosotros.
Todos consideran su deber como un amo severo, cuyo yugo quisieran sacudir.
Es necesario reconocer, en honor de la verdad, que las mayores desgracias de los hombres son aquellas a las que sus mismos crímenes les conducen.
Nadie merece ser alabado por bueno, si no tiene facultad para ser malo. Toda otra buena cualidad no es, con harta frecuencia, sino una pereza o impotencia de la voluntad.
La debilidad más peligrosa de la gente vieja, que ha sido agradable, consiste en 0lvidar que ya no lo es.
Algunos necios suelen tener ingenio, pero ninguno tiene discreción.
El agradecimiento de la mayor parte de los hombres obedece a un oculto deseo de obtener más grandes beneficios.
La simplicidad afectada es una impostura refinada.
La gravedad es un misterio corporal inventado para disimular los defectos del espíritu.
Estamos tan acostumbrados a disfrazarnos para los demás, que al final nos disfrazamos para nosotros mismos.
No hay tonto más molesto que el ingenioso.
No tenemos bastante fuerza para seguir todas las indicaciones de nuestra razón.
Cuando los grandes hombres se dejan abatir por la duración de sus infortunios, demuestran que sólo los soportaban por la fuerza de su ambición, y no por la de su ánimo, y que, sin más diferencia que una gran vanidad, los héroes son iguales que los demás hombres.
Prometemos de acuerdo con nuestras esperanzas, y las cumplimos de acuerdo con nuestros temores.
Olvidamos nuestras faltas con mucha facilidad cuando sólo las conocemos nosotros.
Apenas concedemos patentes de sensatez más que a aquellos que son de nuestra misma opinión.
Lo que nos hace amar las nuevas amistades, más que la fatiga que nos producen las viejas o el placer de cambiar, es el fastidio de no ser admirados por los que ya nos conocen mucho, y la esperanza de serlo más por los que nos conocen menos.
Es una prueba de poca amistad no darse cuenta del retraimiento de la de nuestros amigos.
Nuestras fuerzas sobrepujan casi siempre a nuestra voluntad; el presentarnos a la imaginación propia como imposibles ciertas cosas, es solamente una excusa que nos ponemos a nosotros mismos.
Lo que a menudo nos impide abandonarnos a un vicio es que tenemos varios.
Para saber bien las cosas, hay que conocerlas con todo detalle; y como los detalles son casi infinitos, nuestros conocimientos son siempre superficiales e imperfectos.
Confesamos nuestros pequeños defectos para persuadirnos de que no tenemos otros mayores.
Los celos se alimentan de dudas.
El mayor esfuerzo de la amistad no es mostrar nuestros defectos al amigo, sino hacerle ver los suyos.
Por raro que sea el verdadero amor, es menos raro que la verdadera amistad.
Pocos cobardes conocen la magnitud de su miedo.
¿Cómo pretendemos que guarde otro nuestro secreto, cuando nosotros mismos no lo hemos podido guardar?
Tenemos más fuerza que voluntad, y a menudo para disculparnos a nosotros mismos suponemos que las cosas son imposibles.