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Lo que me reveló mi experiencia es que la muerte del cuerpo y del cerebro no supone el fin de la conciencia, que la experiencia humana continúa más allá de la muerte.
Eben Alexander
En mi viaje no descubrí sólo el amor, sino también quiénes somos y la profunda medida en que estamos conectados, es decir, el verdadero sentido de toda existencia. Allí arriba descubrí quién soy y al volver aquí comprendí que los últimos cabos sueltos de mi ser estaban atándose.
Nada puede separarnos de Dios. Este hecho -que sigue siendo la cosa más importante que jamás haya aprendido- le arrebató todo el horror al Reino de la perspectiva del gusano y me permitió verlo como lo que realmente es: una parte del cosmos no del todo agradable pero sin duda necesaria.
La conciencia es la base de todo cuanto existe.
Lo que yo descubrí en el más allá es la indescriptible inmensidad y complejidad del universo, así como el hecho de que la conciencia es la base de todo cuanto existe.
Comunicarse con Dios es la experiencia más extraordinaria que se pueda imaginar, pero al mismo tiempo es la más natural del mundo, porque Dios está presente en todos nosotros en todo momento.
Sólo podemos ver aquello que nuestro cerebro filtra. El cerebro -sobre todo el hemisferio izquierdo, la parte lingüística y lógica, que genera nuestro sentido racional y la sensación de un ego o yo claramente definido- es una barrera que nos impide experimentar y conocer cosas superiores.
¿Cómo podemos acercarnos más a nuestro yo espiritual genuino? Manifestando amor y compasión. ¿Por qué? Porque el amor y la compasión no son las abstracciones que mucha gente cree. Son cosas reales. Concretas. Y conforman el mismo tejido del reino espiritual.
La risa y la ironía son los medios que utiliza nuestro corazón para recordarnos que no somos prisioneros en este mundo, sino viajeros de paso.