Imágenes
Si pudiera inventarse algo para embotellar los recuerdos, como los perfumes. Para que no se disipasen, para que nunca pudieran ponerse rancios. Cuando quisiéramos, podríamos destapar el frasco y sería como vivir de nuevo el momento guardado.
Daphne du Maurier
Las últimas semanas habían pasado tan rápidas que sentada a su lado en el coche, recorriendo Francia e Italia, no hice sino ver a Venecia por sus ojos, haciéndome eco de sus palabras, sin hacer preguntas acerca del pasado o del porvenir, contenta con la felicidad del presente, tan vivo.
La felicidad no es un bien que puede atesorarse; es una manera de pensar, un estado de ánimo. No es que algunas veces no nos sintamos deprimidos; pero también conocemos momentos que escapan al reloj y se hacen eternos.
Los hombres somos mucho menos complicados de lo que tú te imaginas, chiquilla mía. Pero lo que ocurre dentro de la tortuosa mente de una mujer, nadie lo puede adivinar.
El tiempo, al pasar, libraría de aristas cortantes el recuerdo y lo tomaría en algo risible. Pero, entonces, nada era cómico ni yo reía. No era lo futuro; era lo presente. Demasiado vivo; harto real.
Una cosa segura: ya no podremos volver allí. Lo pasado está aún demasiado reciente. Todo lo que hemos procurado olvidar se removería de nuevo, y aquella sensación de miedo, de inquietud furtiva, que había llegado a convertirse en pánico ciego e insensato -a Dios gracias ya acabado-, podría, por cualquier circunstancia ignorada, volver a la vida para perseguirnos como antes.
¿Quieres mirarme ahora a los ojos y decirme que me quieres?
A veces sucede así en la vida: cuando son los caballos los que han trabajado, es el cochero el que recibe la propina.
Antes o después, a todos nos llega en esta vida un demonio propio que nos persigue y atormenta y al final de cuentas hemos de luchar contra él.
Donde estaría bien sería en una ciudad amurallada del siglo XV, una ciudad de callejas estrechas, mal empedradas, de afilados campanarios, cuyos habitantes vistieran medias de estambre y zapatos puntiagudos. Tenía la cara atractiva, sensitiva, extrañamente medieval, y me recordaba un retrato que había visto en un museo, no sabía en cuál, de un Caballero Desconocido.
Ocurra lo que ocurra, pensé, la vida continúa igual, y hacemos las mismas cosas, y seguimos celebrando las pequeñas ceremonias anexas a nuestra comida, a nuestro sueño y nuestro asco. No hay crisis capaz de quebrar la corteza de lo habitual.
Contemplando desde la ventana la fantasía de luz y color del resplandeciente mundo en que me desenvuelvo, totalmente desprovisto de ternura y de quietud, siento un repentino anhelo de paz, de comprensión.
Había cesado el encanto; el hechizo se había roto. Volvimos a ser dos mortales, dos personas jugando en la playa.
Yo siempre espero que la gente se convide ella misma. La vida es muy corta para mandar invitaciones.