Imágenes
¿No era tu sonrisa el bosque resonante de mi infancia? ¿No eras tú el manantial la piedra desde siglos escogida para reclinar mi cabeza? Pienso tu rostro inmóvil, brasa de donde parten la vía láctea y ese pesar inmenso que me vuelve más loco que una araña encendida agitada sobre el mar.
César Moro
Si puedo amar así, mi eternidad sería segura. ¿Tal eternidad dura sólo una vida?
En el agua quemante el sol refleja la mano de cenit.
Se nace poeta; aquel fuego interior, aquella chispa que puede provocar el incendio de un bosque existe desde el momento en que se abren los ojos o tal vez, desde antes del nacimiento.
Amo la rabia de perderte, tu ausencia en el caballo de los días, tu sombra y la idea de tu sombra.
Guárdame junto a ti, cerca de tu ombligo en que principia el aire; cerca de tus axilas donde se acaba el aire. Cerca de tus pies y cerca de tus manos. Guárdame junto a ti.
Velo desgastado libre cielo y brevemente nocturno en el ojo con párpado embriagado miente el vaso roto para siempre en tu mano libertad.
Y al fin es mío el tiempo y la noche me alcanza y el sueño que me anula te devora y puedo asimilarte como un fruto maduro como una piedra sobre una isla que se hunde.
El paso lento del tiempo lento, la noche no termina y el amor se hace lento.
Soñaba encontrar un muro de agua y el sol atravesándolo en el silencio.
La medianoche se afeita el hombro izquierdo sobre el hombro derecho crece el pasto pestilente y rico en aglomeraciones de minúsculos carneros vaticinadores y de vitaminas pintadas de árboles de fresca sombrilla con caireles y rulos.
Muriendo de pie es seguro que ganaremos aquel paraje de hierbas locas donde empieza la soledad.
Tu olor de cabellera bajo el agua azul con peces negros y estrellas de mar y estrellas de cielo bajo la nieve incalculable de tu mirada.
Desearte es ver todos los árboles y el cielo, el agua y el aire en ti. Mi vida se ha hecho simple, clara, ardiente, limpia.
La noche se acuesta al lado mío y empieza el diálogo al que asistes como una lámpara votiva sin un murmullo parpadeando y abrasándome con una luz tristísima de olvido y de casa vacía bajo la tempestad nocturna.
El corazón respira apenas ante el milagro repentino de tu presencia. Los ojos quisieran guardar para siempre el color de incendio de tus ojos, el resplandor de tu mirada, el exacto volumen de tu cuerpo, y devorarte y envolverte y guardarte ajeno a todas las miradas.
Y que tus pies transitan abriendo huellas indelebles donde puede leerse la historia del mundo y el porvenir del universo y ese ligarse luminoso de mi vida a tu existencia.
Sólo un agua para lavar tanta sangre, un único camino para la felicidad. Al despertar en el sueño resplandeciente, tu rostro de castillo hirviendo en la noche.
Las ramas de luz atónita poblando innumerables veces el área de tu frente asaltada por olas asfaltada de lumbre tejida de pelo tierno y de huellas leves de fósiles de plantas delicadas.
Nada puede hacerme sufrir más que el espectáculo del amor. Yo solo, frente al mundo, fuera del mundo, en el mundo intermedio de la nostalgia fúnebre, de las aguas maternas, del gran claustro, del paraíso perdido; frente a ti y lejos, tan lejos que ya nada puede salvarme, ni la muerte.
La poesía sigue proyectando su luz mortal y lacrimógena; luz vivificante del devenir humano dentro de sí mismo y no orientado hacia la conquista de nuevos metales cuya fusión dosificada estalle asolando tierras de cultura, tesoros anímicos penosamente acumulados, segando el más preciado, el más rutilante de los tesoros: la vida humana.