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Judas Iscariote fue el inventor, el organizador, el director y el productor del espectáculo de la crucifixión.
Amos Oz
A menudo los hechos amenazan la verdad.
Lo que me rodeaba no me interesaba. Todo lo que me interesaba estaba hecho de palabras.
Hay muchos hombres los que les gusta muchísimo el sexo, incondicionalmente, pero odian a las mujeres.
Se tenía la sensación de que si las personas iban y venían, nacían y morían, los libros eran inmortales. Cuando era pequeño, quería crecer y ser libro.
Y por eso, a lo largo de todo el verano, un poco de invierno se quedaba en casa.
Y Judas, ante cuyos ojos conmocionados acababan de derrumbarse el sentido y la finalidad de su vida, Judas, que comprendió que había causado con sus propias manos la muerte del hombre al que amaba y admiraba, se marchó de allí y se ahorcó. Así, escribió Shmuel en su cuaderno, así murió el primer cristiano. El último cristiano. El único cristiano.
Nadie es una isla, pero todos somos media isla, una península rodeada casi por todas partes de agua negra y, a pesar de todo, unida a otras penínsulas.
Todas las historias que he escrito son autobiográficas, ninguna es una confesión.
Los únicos europeos de toda Europa en los años veinte eran los judíos.
Cada uno de nosotros es una península, con una mitad unida a tierra firme y la otra mirando al océano. Una mitad conectada a la familia, a los amigos, a la cultura, a la tradición, al país, a la nación, al sexo y al lenguaje y a muchos otros vínculos. Y la otra mitad deseando que la dejen sola contemplando el océano.
Los libros me permitieron conocer tierras de nadie vertiginosas, comarcas de sombras entre lo permitido y lo prohibido, entre lo legítimo y lo excéntrico, entre lo normativo y lo bizarro.
Todos somos Judas Iscariote. Incluso tras ochenta generaciones, todos somos Judas Iscariote.