Imágenes
Ni tu nombre ni el mío son gran cosa, sólo unas cuantas letras, un dibujo si los vemos escritos, un sonido si alguien pronuncia juntas esas letras. Por eso no comprendo muy bien lo que me pasa, por qué tiemblo o me asombro, por qué sonrío o me impaciento, por qué hago tonterías o me pongo tan triste si me salen al paso las letras de tu nombre.
Amalia Bautista
Los dos por un momento hemos pensado que estaban agotados los recursos, pero mis piernas son definitivas, y te hacen maquinar en un instante una historia de amor nocturna y loca.
Te permito cualquier desliz absurdo, la humillación, los morbos, las manías, que te gusten las chicas del anuncio de medias, o que quieras ser mi amante después de haber dejado de quererme. Yo lo soportaría todo, excepto la ingratitud que nace del olvido.
Ha llegado la hora de matar al dragón, de acabar para siempre con el monstruo de las fauces terribles y los ojos de fuego. Hay que matar a este dragón ya todos los que a su alrededor se reproducen. Al dragón de la culpa y al dragón del espanto, al del remordimiento estéril, al del odio, al que devora siempre la esperanza, al del miedo, al del frío, al de la angustia.
Dime cuál es el puente que separa tu vida de la mía, en qué hora negra, en qué ciudad lluviosa, en qué mundo sin luz está ese puente y yo lo cruzaré.
Repíteme otra vez que la pareja del cuento fue feliz hasta la muerte, que ella no le fue infiel, que a él ni siquiera se le ocurrió engañarla. Y no te olvides de que, a pesar del tiempo y los problemas, se seguían besando cada noche. Cuéntamelo mil veces, por favor: es la historia más bella que conozco.
Ver el alba contigo, ver contigo la noche y ver de nuevo el alba en la luz de tus ojos.
Ahora lo sé. Conozco ya tu oficio: lanzador de cuchillos. Has lanzado contra mi corazón el más certero.
No pude confesarte dónde había estado tanto tiempo, ni explicarte mi vuelta inesperada. Sólo pude hacerte sospechar que en aquel año te había sido infiel impunemente.
Que tu recuerdo ponga lágrimas en los ojos de quien nunca te dijo que te amaba.
Vamos a hacer limpieza general o, mejor todavía, una mudanza que nos permita abandonar las cosas sin tocarlas siquiera, sin mancharnos, dejándolas donde han estado siempre; vamos a irnos nosotros, vida mía, para empezar a acumular de nuevo. O vamos a prenderle fuego a todo y a quedarnos en paz, con esa imagen de las brasas del mundo ante los ojos y con el corazón deshabitado.
Me dice que no estoy enamorada, y a veces me dan ganas de jurarle que olvidaría el sol entre sus brazos, o que quisiera estar besando siempre sus labios o que no me importa el tiempo cuando me mira oscuro, fijo, loco.
Pero llegaste tú. Con tu mirada, descarada y valiente, hiciste inútil toda la autoridad de mi corona. Tú, más fuerte o más débil que los otros, mereciste el indulto y mereciste ser el capricho de tu reina, y siempre, mientras que yo no ordene lo contrario, deberás ser mi amante.
Yo lo soportaría todo, excepto la ingratitud que nace del olvido.
Resulta que la vida no era solo empujar, ni un juego de dudosos espejismos. No había que perderse dando vueltas en una puerta giratoria, ni desconfiar de todos los reflejos, ni creer cualquier cosa sólo porque la imagen parecía verdadera. Había que encontrar el punto justo donde azar y destino son lo mismo, el exacto momento en que la puerta giratoria te ofrece una salida.