Imágenes
Un libro se convierte en un libro distinto cada vez que lo leemos.
Alberto Manguel
Mis lecturas infantiles tuvieron esto de diferente de las que las sucedieron: el mundo real, tangible, de reglas coherentes y mágicas, era para mí el de las páginas del libro, y no el de los inconvenientes rituales cotidianos de mi casa y de mi escuela, por lo demás absurdos y contradictorios.
Las grandes figuras religiosas del pasado, porque eran también seres humanos inteligentes, no carecían de sentido del humor.
Dios es tan grande que no se ofende por un chiste, un dibujito, un juego de palabras.
Quizá pudiese vivir sin escribir. No creo que pudiera vivir sin leer.
Yo no reaccioné como hubiese debido ante la dictadura, y como reaccionaron tantos otros que fueron torturados, asesinados y obligados al exilio. Yo fui sólo un turista en el infierno.
La semana pasada, en Múnich, en la Literaturhaus, vi una exposición de fotografías de actores en muchas representaciones distintas: el conjunto de caras crea un espectáculo inédito. La ordenación de hechos diferentes produce un diseño nuevo, una historia nueva.
Las lecturas de otros influencian, desde luego, mi lectura personal, ofrecen nuevos puntos de vista e iluminan ciertos pasajes, pero en su mayoría son como el mosquito que le dice a Alicia al oído: Podrías hacer un chiste con eso. Me rehúso; soy un lector celoso y no voy a permitirle a nadie el ius primae noctis con los libros que leo.
Leemos para entender, o para comenzar a entender. No podemos hacer más que leer. Leer casi tanto como respirar, es nuestra función esencial.
La imaginación no caza en jaurías: para imaginar eficazmente, el niño necesita la soledad mental absoluta; saber que únicamente entre las páginas del libro, si tiene suerte y si el libro lo interpela, descubrirá por sí mismo el hilo de una historia secreta contada únicamente para él. A esa singular lección aspira toda la literatura.
La maldad no necesita razón alguna.
El amor a las bibliotecas, como la mayor parte de los amores, hay que aprenderlo. El que entra por primera vez en una habitación hecha de libros no puede saber instintivamente cómo comportarse, qué se espera de él, qué se promete, qué se permite.
Escribir nuestras impresiones sobre Hamlet cuando volvemos a leerlo año tras año -escribió Virginia Woolf- sería prácticamente como redactar nuestra autobiografía, porque a medida que sabemos más sobre la vida descubrimos que Shakespeare también habla de lo que acabamos de aprender.
La ambición de un lector no conoce límites.
Los héroes de la literatura infantil de nuestro tiempo son por esa razón mayormente inconsecuentes: publicitados y explicados como objetos de consumo.
Una sociedad puede existir -muchas de ellas existen- sin escribir, pero ninguna sociedad puede existir sin la lectura.
Quizás eso es lo que queremos decir cuando hablamos de inmortalidad literaria: una vida que no acaba nunca de ser contada.
Las bibliotecas, ya sea la mía o las que comparto con una mayor cantidad de lectores, siempre me han parecido lugares gratamente disparatados, y hasta donde alcanza mi memoria siempre me ha seducido su lógica laberíntica, la cual sugiere que la razón -si no el arte- gobierna una acumulación cacofónica de libros.
El punto de partida es una pregunta.
En una novela policíaca se supone que todo el mundo puede ser el asesino. Atravieso el país en tren: los maravillosos bosques alemanes, tan parecidos a los dibujos de mis libros de cuentos de hadas. Luego una idea se intuye: por esos bosques huían prisioneros perseguidos.
Uno de los aspectos más patéticos de la experiencia humana es nuestra ignorancia de las verdaderas consecuencias de nuestros actos.
Nuestro mundo es, entre otras cosas, una creación verbal. Más allá del dictamen del primer verso del evangelio de Juan, nuestra experiencia del mundo es una traducción de esa experiencia en palabras que la recrean con mejor o peor suerte.
La dificultad de reconocer a un genio único consiste precisamente en que tal genio no tiene común medida.
La identidad de una nación se refleja menos en su política que en las historias que cuenta.
Pronto aprendí que la lectura es acumulativa y procede por progresión geométrica: cada nueva lectura se basa en lo que el lector ha leído antes.